EL DEBER: KANT Y MASONERIA.


Existe una costumbre extendida que considera que los requisitos para ingresar a la Orden Francmasónica han de consistir en ser hombre libre y de buenas costumbres. Y dejando de lado la obvia pero persistente cuestión de que hombre, en tanto expresión de la especie humana comprende tanto al varón como a la mujer, el resto de las exigencias podrían traducirse en la evangélica cuestión de ser uno de buena voluntad. Y esto no debería escandalizar ni a los cristianos que ven en la Masonería al mismo Anticristo, ni a los masones que, bajo un pseudo positivismo, quieren a la Orden lo más depurada posible de todo rastro cristiano. La verdad es que, mal que le pese a ambos bandos, la Francmasonería tiene una carga genética cristiana que, si bien no la condiciona dogmáticamente, al menos la explica en su historia real, lejos de las fantasías intra y extra muros. 

            Sin embargo, el cristianismo ha tenido vertientes racionalistas nada despreciables y que han contribuido en no poca medida a poner orden entre el Trono y el Altar, y por lo tanto en diseñar sociedades modernas con valores morales comunes entre ciudadanos con distintas opciones religiosas, étnicas, políticas, sexuales, etc.

            La Masonería ha de considerarse, en este orden de cosas, como uno de esos fenómenos propiciatorios de la moderna sociedad occidental (hoy amenazada por integrismos variopintos). La función de las logias de ser “Centro de Unión” (que no de Unidad) entre miembros de diversa extracción da cuenta de la gravitación que estos pequeños modelos de sociedades han tenido en la formación de la tolerancia moderna en las republicas democráticas de occidente.

            Y la posibilidad de esta convergencia moral ha residido, sin duda, en la búsqueda de un común denominador en la convivencia humana expresado en el ideal evangélico de una paz prometida a los hombres de buena voluntad[1].


            Ahora bien, todo esto sería flaca retórica si no tratáramos de esbozar un contenido racional a esa buena voluntad que hizo posible estas sociedades democráticas y modernas. Y en este sentido, tratar de hallar este contenido racional en Kant sigue siendo, además de imprescindible, de una actualidad manifiesta cuando no de un gran atractivo masónico.

            En este sentido, lo que sigue no resulta más que una breve reseña de la exposición que Kant hiciera sobre la buena voluntad y el deber en su Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres.[2]

            Refiere Kant que el fin de la razón es fundar una buena voluntad. Este argumento teleológico (así lo llama José Mardomingo) indica que la presencia en el hombre de la razón práctica confirma que la noción de buena voluntad, lejos de ser fantástica, esta solidamente fundada: si cada facultad que nos proporciona la naturaleza es la mas adecuada para alcanzar su fin respectivo, el de la razón práctica no puede ser fomentar y guiar la satisfacción de todas nuestras necesidades, pues para esa tarea no solo es mucho menos útil que el instinto, sino incluso nociva y contraproducente. El cometido propio de la razón práctica ha de ser más bien dar origen a una voluntad buena en sí misma, no como medio para satisfacer nuestras inclinaciones.

            Y la buena voluntad, al estar contenida en la noción de deber, indica la primera diferencia con las inclinaciones e intereses, puesto que las acciones dotadas de contenido moral pueden ser aun contrarias a nuestras inclinaciones e intereses. Los ejemplos de acciones con contenido moral que refiere Kant son relevantes:

1)      Quien conserva su vida no por gustar de ella, sino también cuando le es tan ardua y dolorosa que desearía morir, esta obrando por deber, y no por inclinación, y por tanto la máxima de su acción tiene contenido moral.
2)      Cuando alguien ayuda a sus semejantes no movido por un cálculo de intereses, ni tampoco por una inclinación a la benevolencia o por una bondad temperamental, de las que carece, sino impulsado exclusivamente por la idea de deber: el carácter de esa persona es sin duda moralmente valioso.
3)      Quien cumple el deber de cuidar su salud, incluso en unas circunstancias en las que si siguiese a sus inclinaciones sacrificaría la salud a un disfrute inmediato, no actúa movido por la inclinación a la felicidad, sino por el deber, y su proceder posee verdadero valor moral.


Todo esto constituye la primera proposición: HACER EL BIEN POR DEBER, NO POR INCLINACION NI INTERES.

            El valor moral de nuestras acciones tampoco parece residir en el efecto que nos propongamos producir con ellas. Y grafica esta idea con el caso del filántropo que obra por un placer interior de difundir la alegría a su alrededor, o por honra o aun por compasión. Ninguno de estos casos contiene valor moral, ya que solo lo tiene si hace el bien, no por inclinación, sino por deber. Ser benéfico cuando se puede es un deber.

Así queda elaborada una segunda proposición: EL VALOR MORAL DE UNA ACCION RESIDE EN SU MAXIMA, NO EN SU PROPOSITO.

            Ahora bien, la máxima es el principio subjetivo del querer en tanto que el principio objetivo (esto es, aquel que serviría de principio practico también subjetivamente a todos los seres racionales si la razón tuviera pleno poder sobre la facultad de desear) es la ley práctica.

            Es así que llegamos a la tercera proposición, como consecuencia de las anteriores, EL DEBER ES LA NECESIDAD DE UNA ACCION POR RESPETO POR LA LEY, aun con quebranto de todas mis inclinaciones.


            Ahora bien, dejemos por unos instantes a Kant y veamos qué relación tiene todo esto con la francmasonería. Los ingresados en la Orden no tardarán en rememorar que la base de su juramento masónico radica en el deber mismo, y esto mismo debería despejar a los detractores de la masonería de las supercherías que giran en torno al juramento masónico puesto que en sentido estricto el mismo versa sobre la relación entre la conciencia de quien jura sus deberes y el respeto que la misma le prodiga. En términos kantianos la determinación inmediata de la voluntad por la ley y la consciencia de esa determinación se llama respeto, de modo que este es considerado como efecto de la ley sobre el sujeto y no como causa de la misma. Agrega Kant: propiamente es el respeto la representación de un valor que hace quebranto a mi amor propio.  

            La rememoración de ese juramento a través de gestos guturales no será más que la expresión simbólica de ese respeto, y no ha de tener otro fin, ni aun como saludo ni otros garabatos de protocolo que pululan en las obediencias de un modo irreflexivo y que constituyen a todas luces un excesivo rigor formal.

            Pero será fundamentalmente en el comienzo de los trabajos masónicos en donde esta noción de deber se hace palpable y actuaría como disparador de la consciencia de los masones a su contenido genuino.

            El comienzo de todos los rituales simbólicos, aun en sus tres grados, alude en forma de dialogo platónico a la verificación del cumplimiento de deberes específicos. Será el cumplimiento de estos deberes el que permitirá corroborar la calidad de los miembros y si se hallan en número suficiente para cumplir sus funciones, los que junto a la comprobación horaria, permitirá la apertura de los trabajos masónicos. Y si bien una lectura ligera pudiera ver en esto solamente una formalidad organizativa, no cabe duda que la preponderancia del sentido profundo del deber presente en la apertura de los trabajos masónicos excede la pura formalidad y remonta a los masones a un estremecimiento de sus conciencias individuales. O al menos así debería serlo.

            Y de ser así se contribuiría en no poca manera a alcanzar aquel mandato evangélico de amar al prójimo: ese amor ha de ser práctico –esto es por deber- y no patológico o dependiente de la inclinación, dirá textualmente Kant.

            Esta visión kantiana del deber, acorde con la austeridad pietista y con un compromiso universal con la unión de los hombres a través de un racionalismo bien entendido entronca con el sentido genuino de la ritualidad masónica que, en sus orígenes, fue también austera en su simbolismo y profundamente filosófica,  y cuya desvirtuación ha llevado a la proliferación caricaturesca de fotos de miembros de la Orden por las redes sociales en las cuales se hace ostentación de medallas y parafernalias masónicas. Si se quisiera establecer una relación entre el secreto masónico y la noción de deber se podría corroborar ciertamente que la misma responde más bien a esta noción kantiana de austeridad en el cumplimiento del deber por el deber mismo antes que en una membresía  por inclinación, interés u honra.

            A veces me pregunto… ¿y si el Libro de la Ley Masónica fuera la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres?















[1] Lucas 2:14.
[2] Seguimos a este respecto, la edición bilingüe de Ed. Ariel, con estudio preliminar y traducción de José Mardomingo. 

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