Un poco de fatiga, sólo eso.

     


      En el año 1973, Jorge Luis Borges participaba de una conferencia sobre literatura dirigida por Alvaro Galvez y Fuentes junto a Salvador Elizondo, Juan José Arreola, Germán Bleiberg y Adriano González León. En la misma, el notable escritor Juan José Arreola ponía en cuestión la excesiva publicación de libros, que ya no tenían por objeto el conocimiento sino el mero consumo. Borges acotaba al respecto la necesidad de reivindicar la tradición oral, anterior a toda literatura, por su valor intrínseco y no por su pretensión de masividad. Por decirlo de otro modo, se trataba de reivindicar la perennidad del valor propio de las ideas, a fin de evitar tener por valiosas cualquiera de ellas por el sólo hecho de estar publicadas. Es claro, en estos casos, que la publicación de las ideas se trata en todo caso de un accidente y el valor de las mismas no puede reducirse a una autoridad basada en su publicidad y pretensión de consumo y masividad. 

     Si esta crítica resultaba válida en aquellos años, casi medio siglo después cabe sumarle la complejidad de los medios actuales de difusión de ideas, basados en la informática, herramienta reducida a una democracia de redes sociales en donde contenidos dispares promueven una visión acrítica de la información y una banalización de las grandes ideas, reducidas en el mejor de los casos a frases aisladas y torpes publicadas en facebook como signo de sabiduría y escarapela de solvencia intelectual; a la consulta de la aberrante enciclopedia universal Wikipedia, experimento que sólo puede satisfacer más a la pereza instintiva que a un honesto apetito intelectual mínimamente serio; y a los grandes buscadores que promueven un ranking basado en la demanda pornocrática de visitas que garantiza mejores ingresos publicitarios en desmedro de la calidad racional y estética de ideas fecundas.

     Ante esta aparente democratización del conocimiento cabe rescatar aquel principio definitivo para sacudirnos el torpe relativismo que asumimos ya como etéreo: de la existencia de muchas ideas no se desprende que todas tengan igual valor. Después de todo, el éter no existe y con igual racionalidad habrá que insistir en que no existe el relativismo informático, sino ideas absurdas que quieren presumir de valiosas por su mera existencia en las redes. A estos ridículos extremos parece reducirse el conocimiento en estos días. Un simple apagón de electricidad durante medio día bastaría para enfrentarnos a nuestra realidad gnoseológica y despertarnos de nuestro sueño virtual.
      
     En este estado de cosas, la difusión cibernética de la francmasonería corre por iguales andariveles. Se trata infructuosamente de plantar bandera frente a tanta actitud acrítica de publicaciones banales sobre una institución cuya extensión geográfica no guarda relación con su calidad gnoseológica. Todo intento por plantear una visión racional, basada en criterios históricos, en una hermenéutica de contexto, con herramientas que rindan un mínimo de honor al desarrollo actual de los métodos de investigación naufraga en el océano relativista de supercherías mágico-religiosas y pseudo-filosofías vergonzantes. En el caso de la masonería hispanohablante, nunca ha estado más alejada su espiritualidad del rigor del método científico  que en estos años donde las discusiones más sobresalientes versan sobre estupideces templarias y «misterios» análogos, todo esto sazonado de una gramática lastimosa, de una retórica ausente cuando no de una oratoria vacua. 

      Tomemos por caso sólo dos notas distintivas de la francmasonería: su simbolismo y su ritualidad. 

    De la primera baste decir que se la sigue abordando con total prescindencia del desarrollo de la materia que ya incluso no puede tomarse sino como una extravagancia terminológica, habida cuenta de que las representaciones que pueblan la cosmovisión masónica tienen menos de simbolismo que de alegorías, emblemas, signos cuando no de relatos legendarios, míticos, etc. El abordaje del complejo orbe de representaciones ideográficas de la masonería desde una metodología basada, verbigracia, en la semiótica, que tanto esclarecería y dotaría de sentido a una masonería acorde a los desarrollos intelectuales de este milenio, es, en el mejor de los casos, una pretensión que puede acarrear el mote de «masonólogo» a quien lo perpetre; mote que, hasta el día de hoy, sigo sin entender sino como una elegante descalificación.

     Qué decir del abordaje de la rituálica, que en el mundo hispanohablante se practica de un modo abstruso, con ciertas notas totémicas y tribales, basados en una autoridad que se pierde en la ignorancia más que en el tiempo y que lejos de rendir defensas a un rito en particular trasunta, bajo una pretendida denominación, eclecticismos de otros ritos que desdibujan su claridad en honor a un culto mistérico tan irracional como el de aquella novela, «El Péndulo de Focault», con el que Umberto Eco se mofaba, no sin razón, de las sectas «iniciáticas». La búsqueda de la génesis rituálica de la masonería (de una búsqueda honesta, desideologizada y sin fanatismos de pertenencia ni condición de renuncia) es algo siempre sospechado de anarquismo cuando no motivo de anatemas varios dentro de las respectivas obediencias. 

     El resultado de este panorama se puede constatar fácilmente: la proliferación del «merchandising» masónico supera el de las editoriales de cierto rigor en la materia, a la par que las fotos en las redes sociales de sujetos vestidos con los más llamativos arreos y disfraces están a la orden del día, como signos de pertenencia a esperpénticos clubes sociales desvirtuados cuando no como publicidad de actividades oscurantistas ridículas.

     A veces me pregunto si la masonería no fue algo que ocurrió en el pasado, y que hoy no se trata más que de un vago recuerdo de que alguna vez otro modo de encarar la experiencia social fue posible, basado en una tolerancia que no resignaba la racionalidad sino que hacía de ella el instrumento meritorio que propiciaba la unión de los hombres sin otra distinción que ella misma. En definitiva, aquella masonería quizá tenía más de utópica que de ideológica. 

     Hoy, cuando las repúblicas parecen desvanecerse ante las democracias totalizantes, cuando las hordas fanáticas de todas las religiones reniegan en masa de la modernidad, cuando los localismos se reivindican frente al que tiene otros orígenes geográficos o ideológicos, siento que quise, como tantos, habitar la isla de Utopía aún consciente de la etimología de su nombre.

      Que use precisamente esta región del orbe cibernético para expresar esta aparente fatiga moral no puede sino tomarse como una incoherencia que, paradójicamente, ratifica el estado actual de las cosas. Pero es sólo apariencia. He cumplido los 40 y a estas alturas uno se vuelve ciertamente conservador respecto de ciertos hábitos. Se sigue, por el ejemplo de otros y porque, en el fondo, cierta actitud atávica que ya no sé si es esperanza u obstinación, constituye la electricidad de esta masa de nervios y carne. En esta materia, como en otras, pierde no quien se cansa sino quien desiste, aún cuando la empresa sea difícil o imposible. 

      Espero se me disculpe el tono quejumbroso y el abuso de cierta fe en la tolerancia de quien lee. Por lo mismo, un abrazo fraterno. 







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